Interpretación de Romanos 3:1-31
Interpretación
de Romanos 3:1-31
Todos,
judíos y gentiles, reos ante el tribunal de Dios (3:1-20)
1 ¿En qué, pues,
aventaja el judío, o de qué aprovecha la circuncisión? Mucho en todos los
aspectos, 2 y primeramente porque a ellos les han sido confiados los oráculos
de Dios” 3 ¡ Pues qué! Si algunos han sido incrédulos, ¿acaso va a anular su
incredulidad la fidelidad de Dios? 4 No, ciertamente. Antes hay que confesar
que Dios es veraz y todo hombre falaz, según está escrito: “Para que seas
reconocido justo en tus palabras y triunfes cuando fueres juzgado”·5 Pero si
nuestra injusticia hace resaltar la justicia de Dios, ¿qué diremos? ¿No es Dios
injusto en desfogar su ira? (hablando a lo humano). 6 De ninguna manera. Si así
fuese, ¿cómo podría Dios juzgar al mundo ? 7 Pero si la veracidad de Dios
resalta más por mi mendacidad, para gloria suya, ¿por qué voy a ser yo juzgado
pecador? 8 ¿Y por qué no decir lo que algunos calumniosamente nos atribuyen,
asegurando que decimos: Hagamos el mal para que venga el bien? La condenación
de éstos es justa. 9 ¿Qué, pues, diremos? ¿Los aventajamos? No en todo. Pues ya
hemos probado que judíos y gentiles nos hallamos todos bajo el pecado, 10 según
está escrito: “No hay justo ni siquiera uno, 11 no hay uno sabio, no hay quien
busque a Dios. 12 Todos se han extraviado, todos están corrompidos, no hay
quien haga el bien, no hay ni siquiera uno.” 13 “Sepulcro abierto es su
garganta, con sus lenguas urden enveneno de áspides hay bajo sus labios, ganos,
14 su boca rebosa maldición y amargura, 15 veloces son sus pies para derramar
sangre, 16 calamidad y miseria abunda en sus caminos, 17 y la senda de la paz
no la conocieron, 18 no hay temor de Dios ante sus ojos.” 19 Ahora bien,
sabemos que cuanto dice la Ley, lo dice a los que viven bajo la Ley, para tapar
toda boca y que todo el mundo se confiese reo ante Dios. 20 De aquí que por las
obras de la Ley “nadie será justificado ante El, pues de la Ley sólo nos viene
el conocimiento del pecado.”
Lo
anteriormente expuesto, equiparando la ley natural a la Ley mosaica y afirmando
que judíos y gentiles, sin acepción de personas, serán igualmente juzgados por
Dios conforme a sus obras (2:1-29), ha dejado flotando una idea: si esto es
así, ¿qué queda de los tan decantados privilegios de Israel? ¿Es que la Ley y
la circuncisión y el pertenecer al pueblo elegido no significan nada?
A
este interrogante trata de responder aquí San Pablo (v.1-20). Una respuesta más
amplia la encontramos en los c.9-11. De momento es una respuesta sumaria,
concebida como una especie de diálogo con un supuesto interlocutor, diálogo que
bien pudiera ser eco de discusiones sostenidas por él en las sinagogas judías.
Literariamente el pasaje es bastante embrollado, oscilando el pensamiento del
Apóstol entre las prerrogativas de Israel y sus prevaricaciones, sin que
podamos ver siempre con claridad el nexo entre unas proposiciones y otras.
Primera
interpelación: “¿En qué, pues, aventaja..? Mucho en todos los aspectos, y
primeramente.” (v.1-2). En efecto, es ésta la gran gloria de Israel: ser
depositario del mensaje divino de bendicion, que comenzó en el paraíso a raíz
de la primera caída del hombre (cf. Gen 3:15), y que ahora se revela plenamente
en el Evangelio (v.21-22). El mensaje está destinado a toda la Humanidad, sin
distinción de judíos ni gentiles (cf. v.29-30), pero es ventaja del pueblo
judío el haber sido elegido por Dios para, a través de él, comunicar al mundo
este mensaje. Y no sólo es gloria de los judíos como pueblo, pues incluso
individualmente son los judíos quienes pueden aprovecharse primero y más
fácilmente de ese mensaje de salud; de ahí la fórmula que con frecuencia repite
San Pablo: “primero para el judío, luego para el gentil” (cf. 1:16; 2:9-10).
Segunda
interpelación: “¡Pues qué! Si algunos... No, ciertamente. Antes hay que
confesar.” (v.3-4). Recalca aquí San Pablo la respuesta a la interpelación
anterior, diciendo que la incredulidad de algunos judíos (no sólo en el caso de
Jesucristo, sino ya antes a lo largo de la historia israelítica), no hace
cambiar los planes de Dios, que seguirá “fiel” a sus promesas sobre Israel. La
misma idea será expuesta más ampliamente en los c.9-11, donde se habla de un
“resto” que permanece fiel (cf. 9:27-29; 11:5), y de que incluso la masa de
judíos, que por su culpa ha quedado fuera, se convertirá al fin (cf. 11:25-27),
salvando así la continuidad de los planes salvíficos de Dios (cf. 9:27-29). En
confirmación de que Dios es siempre fiel (veraz), cita San Pablo las palabras
del Sal 41:6. Late en todo esto una idea importante: la de que la grandeza y
superioridad de los judíos les afecta más bien colectivamente, como pueblo, y
sólo de modo secundario como individuos, los cuales por su culpa pueden perder
los beneficios a ellos derivados, y prácticamente quedar en la misma situación
que los gentiles (cf. 2:12-29).
Tercera
interpelación: “Pero si nuestra injusticia. De ninguna manera. Si así fuese..”
(v.5-6). Es una nueva dificultad que resulta de la solución a la anterior. En
efecto, si nuestros pecados (los de los judíos) no anulan los planes de Dios,
antes, al contrario, hacen resaltar más su “justicia” (= fidelidad a las
promesas, cf. 1:17), parece que con ellos contribuimos a su gloria, y, por
tanto, injustamente nos castiga. La objeción no deja de ser un poco singular;
de ahí quizá la frase “hablando a lo humano,” como disculpándose el
interlocutor de aplicar este raciocinio a las actuaciones de Dios. La respuesta
de San Pablo es tajante: “De ninguna manera.” Y ni siquiera quiere entrar en
discusión; se contenta con reducir la cosa ad absurdum: si la argumentación
valiese, Dios no podría juzgar al mundo, es decir, a los paganos, pues con esos
castigos también resplandecen más sus atributos.
Cuarta
interpelación: “Pero si la veracidad de Dios. ¿Y por qué no decir lo que
algunos calumniosamente nos atribuyen..?” (v.7-8). Es una objeción muy parecida
a la anterior. Parece que el interlocutor judío viene a decir: ¡Bien! Admitido
que Dios debe juzgar al mundo, pues se trata de gentiles, masa pecadora; pero
eso no tiene aplicación a los judíos, pues, al fin de cuentas, somos su pueblo
elegido, y nuestras infidelidades no han hecho sino poner más de relieve su
generosidad y su voluntad de permanecer fiel a las promesas. La respuesta de
San Pablo, al igual que antes, tampoco es directa; se contenta de nuevo con
reducir la cosa ad absurdum : si así fuese, sería lícito hacer el mal para que
resultase el bien, cosa que todos condenan. Parece incluso que una tal doctrina
atribuían algunos calumniosamente a San Pablo (v.8), apoyados quizá en expresiones
parecidas a las Deu 5:20 y Gal 3:22 (cf. 6:1.15).
Resueltos
así los reparos puestos por el interlocutor judío, San Pablo trata de resumir y
hace aplicación a la cuestión que se discute. Por eso añade: “¿Qué, pues,
diremos? ¿Aventajamos los judíos a los gentiles, o no?” (v.3). El Apóstol
matiza su respuesta diciendo que los aventajamos, pero “no en todo.” Es decir,
siguen en pie las prerrogativas antes aludidas (v.1-2); pero bajo el aspecto
moral, como individuos, estamos “todos bajo el pecado,” lo mismo que ellos
(v.9). Como prueba remite a lo dicho en los capítulos anteriores (cf.
1:18-2:29), y cita, en confirmación, un rimero de textos bíblicos, que es
posible estuvieran ya agrupados antes de Pablo formando una especie de
florilegio 90: Sal 14:1-3 (v. 10-12), Sal 5:10 y 140:4 (v.13), Sal 10:7 (v.14),
Isa 59:7-8 (v.15-17), Sal 36:2 (v.18). Evidentemente no todos los textos
aludidos tiene la misma fuerza probatoria; pero el argumento formado por el
conjunto es suficiente a Pablo para concluir que los judíos, a quienes
ciertamente se refieren los textos citados (v.19), en lo que toca a la
justificación ante Dios, están en las mismas condiciones que los gentiles.
Todavía, tratando de prevenir una objeción, añade que las obras de la Ley no
bastan para “justificarnos ante Dios” (cf. Sal 143:2), pues “de la Ley sólo nos
viene el conocimiento del pecado” (v.20).
No
ataca San Pablo con esto la observancia de los preceptos de la Ley (cf. 7:12;
13:8-10) ni se contradice conlodicho en 2:13, sino que lo que quiere recalcar
es que la justificación, caso de darse, ha de proceder de otro principio, no de
la Ley, cuya finalidad es simplemente la de ser norma externa de conducta,
revelando más claramente el pecado a la conciencia del ser humano (cf. 7:7-25).
Ese principio de justificación, como luego aclarará, es el que se revela ahora
en el Evangelio (cf. 3:22-24), y que ya con anterioridad ejercía su eficacia
santificadora en los justos del Antiguo Testamento (cf. 4:2-10).
La
justificación mediante la fe y no mediante la Ley (3:21-31).
21 Mas ahora, sin
la Ley, se ha manifestado la justicia de Dios, atestiguada por la Ley y los
Profetas; 22 la justicia de Dios por la fe en Jesucristo, para todos los que
creen, sin distinción; 23 pues todos pecaron y todos están privados de la
gloria de Dios, 24 y ahora son justificados gratuitamente por su gracia, en
virtud de la redención operada por Cristo Jesús, 25 a quien Dios preordenó
instrumento de propiciación, mediante la fe, en su sangre, para manifestación
de su justicia, 26 habiendo pasado por alto los pecados cometidos anteriormente
en el tiempo de la paciencia de Dios, para manifestación de su justicia en el
tiempo presente, a fin de mostrar que es justo y que justifica a todo el que
cree en Jesús. 27 ¿Dónde está, pues, tu jactancia? Ha quedado excluida. ¿Por
qué ley? ¿Por la ley de las obras? No, sino por la ley de la fe, 28 pues
sostenemos que el hombre es justificado por la fe sin las obras de la Ley. 29
¿Acaso Dios es sólo Dios de los judíos? ¿No lo es también de los gentiles? Sí,
también lo es de los gentiles, 30 puesto que no hay más que un solo Dios, que
justifica a la circuncisión por la fe y al prepucio por la fe. 31 ¿Anulamos,
pues, la Ley con la fe? No, ciertamente, antes la confirmamos.
Con
frecuencia ha sido designado este pasaje como “idea madre,” “pasaje clave,”
“compendio” de la teología paulina. Desde luego, su riqueza de contenido es
extraordinaria, constituyendo, en conjunto, la exposición más completa que del
misterio de la redención ha hecho el Apóstol. Podemos considerar como versículo
central el v.24, señalando que, en la nueva economía inaugurada con el
Evangelio, los seres humanos son “justificados gratuitamente,” es decir, sin
que precedan méritos humanos, por la sola “gracia” de Dios, que fluye sobre los
hombres en virtud de la “redención” operada por Jesucristo. Afirma, pues, el
Apóstol que la “justificación” se debe a una iniciativa del Padre, y tiene como
causa meritoria la pasión y muerte de Jesucristo. No es el hombre quien se
justifica a sí mismo por su esfuerzo, sino que es Dios quien le justifica por
la fe. En otros versículos concretará que esta “justificación” se ofrece a
todos indistintamente, judíos y gentiles (v.22.29), Pero para que se haga
eficaz respecto de cada uno se nos exige la “fe” en Jesucristo
(v.22.25.26.28.30; cf. 1:16-17). Incluso nos dirá que esta nueva economía
divina de “justificación por la fe,” revelada ahora en el Evangelio, no es algo
imprevisto, sino que estaba ya atestiguada por la Ley y los profetas (v.21; cf.
4:3-8). Por eso podrá concluir que el principio de “justificación por la fe” no
anula la Ley, antes más bien la confirma (v.si; cf. 13:8-10), dado que era una
verdad enseñada ya en ella, cuya misión era la de ser “pedagogo” en orden a
conducir los israelitas a Cristo para ser por El justificados (cf. 5:20; 7:7;
11:32; Gal 3:24).
No
se crea, sin embargo, como a veces parece suponerse en algunos comentarios, que
el Apóstol intente ex professo en este pasaje presentarnos una exposición
completa sobre la justificación por la fe en Cristo Redentor. Su intención es,
más bien, siguiendo en la misma línea de los capítulos anteriores, la de hacer
ver que, lo mismo que antes respecto del pecado, también ahora respecto de la
salud o justificación, todos, judíos y gentiles, estamos en las mismas
condiciones; de ahí, esas preguntas con que termina su exposición, haciendo
resaltar que la “justificación” no es un premio al cumplimiento de las obras de
la Ley, de lo que pudieran gloriarse los judíos, únicos a quienes ha sido dada
la Ley, sino un don gratuito de Dios que se ofrece a todos, judíos y gentiles,
pues no hay más que “un solo Dios” para todos, que a todos quiere “justificar”
mediante la fe en Jesucristo (v.27-31).
El
pasaje enlaza directamente con 1:16-17, volviendo el Apóstol a usar incluso
casi las mismas expresiones y afirmando que es ahora, en la nueva economía
inaugurada con el Evangelio, cuando se revela la “justicia de Dios” sobre el
mundo para todos los que creen (v.21-22). Al espantoso cuadro que nos pintó
anteriormente (1:18-3:20), sigue este otro lleno de luz y esperanzas, que
todavía completará más en los capítulos siguientes (cf. 5:1-11; 8:1-39). San
Pablo recalca que esa “justicia de Dios,” que ahora se revela en el Evangelio,
es ofrecida a todos, judíos y gentiles, pues todos la necesitan, dado que
“todos pecaron y están privados de la gloria de Dios,” es decir, de esa
presencia radiante de Dios comunicándose al ser humano, de la que carecen los
pecadores (v.23; cf. Exo 34:29; Exo 34:40, Exo 34:34; Sal 85:10; Isa 40:5).
Manifestar
Dios su “gloria” en medio del pueblo equivalía prácticamente a hacer gozar a
éste de los beneficios de su presencia, así como retirar su “gloria” equivalía
a privarlo de esos beneficios y abandonarlo a la desgracia. No cabe dudar que
la justicia de Dios, a cuya manifestación en la época del Evangelio tan
enfáticamente alude San Pablo (v.21. 22.25.26), está íntimamente relacionada
con la justificación del hombre, de la que habla también con no menor
insistencia (v.24.26. 28.30). Pero ¿qué incluyen esas expresiones?
De
este punto tratamos ya ampliamente en la introducción a la carta, a cuya
exposición remitimos. Precisamente es este pasaje uno de los que han dado lugar
a más reñidas controversias. De una parte, el contexto en los v.21-22 parece
estar señalando una justicia bienhechora, sea cualquiera el matiz de
significado a que luego nos inclinemos; de otra parte, en los v.25-26, parece
estarse aludiendo a la justicia vengadora de Dios, al castigar tan
terriblemente en su Hijo los pecados de los hombres, justicia que había quedado
como eclipsada a los ojos del mundo en la época anterior, época de “tolerancia”
y de “paciencia,” en que Dios había castigado el pecado menos de lo que se
merecía. De hecho, así han interpretado estos textos la mayoría de los
comentaristas de San Pablo. ¿Es que el Apóstol, dentro de un mismo párrafo,
toma la expresión “justicia de Dios” en sentidos diferentes? Desde luego, la
cosa sería bastante extraña. Por eso los comentaristas actuales se inclinan, en
general, a buscar unidad de significado a la expresión 91.
Creemos,
como ya explicamos en la introdúcelo a la carta, que el Apóstol alude, con
unidad de significado, a la justicia de Dios que pudiéramos llamar “salvífica,”
es decir, a Infidelidad con que mantiene sus promesas de bendicion mesianica, a
las que da cumplimiento con el Evangelio. Se trata, pues, de un atributo o
propiedad en Dios; pero de un atributo cuya manifestación trae consigo un
efecto en el hombre, la “justificación.” Eso significa la frase “justo y que
justifica” (v.26), esto es, muestra su justicia salvifica, en conformidad con
lo prometido, justificando al ser humano. Esta “justificación” estaba reservada
para la época del Evangelio (v.21-24); los tiempos anteriores eran tiempos de
tolerancia y de paciencia (v.25-26; cf. Sab n, 24), tiempos de permisión a las
naciones de que “siguieran su camino” (Hec 14:16), tiempos de “ignorancia” (Hec
17:30)” en una Palabra, tiempos en que no se había aún manifestado la “justicia
de Dios,” con la consiguiente “justificación” en el ser humano 92. San Pablo no
hace sino señalar el hecho de la existencia de estos dos períodos en la
historia de la humanidad. El por qué fijó Dios esos largos tiempos de espera
antes de que llegara la manifestación de su justicia salvifica, no lo dice aquí
el Apóstol; quizás fuese para preparar la humanidad a recibir con más interés y
agradecimiento los preciosos dones que le destinaba (cf. 11:11-24; Gal 3:24).
Si
a esos tiempos de la “ira” (cf. 1:18; 3:9) los llama ahora tiempos de la
“paciencia,” es porque Dios no ha intervenido ni para castigar definitivamente
a los pecadores, como en el día del juicio, ni para anular el reino del pecado,
como ahora con la Redención. Eran tiempos en que soportaba pacientemente la
existencia de los pecados y el reino del pecado, aunque manifestando su cólera
con los consiguientes castigos; ahora, en cambio, manifiesta su “justicia”
salvifica anulando en Cristo ese reino del pecado.
Explicado
así el término “justicia de Dios,” réstanos ahora hablar de su efecto en el
hombre, la “justificación.” Cuatro veces alude San Pablo en este pasaje al
hecho de la “justificación” (v.24.26. 28.30); pero ¿qué entiende por
“justificación”? Remitimos a lo ya expuesto en la introducción a esta carta.
Como entonces explicamos, no se trata de una “justificación” meramente imputada
y extrínseca, y que, en realidad, nos dejase tan pecadores como antes, sino
verdadera remisión de nuestros pecados con renovación interna del alma, de modo
que de enemigos pasemos a ser amigos de Dios y herederos de su gloria 93.
Por
lo que a nuestro pasaje se refiere, San Pablo insiste sobre todo en que la
“justificación” no es debida a méritos nuestros anteriores, sino que nos la
concede Dios gratuitamente a todos, judíos y gentiles, mediante la fe en
Jesucristo, a cuya muerte redentora y propiciatoria hemos de agradecer este
inmenso beneficio. Son, pues, tres los elementos que San Pablo hace resaltar:
universalidad del ofrecimiento, gratuidad mediante únicamente la fe en
Jesucristo, relación a la pasión y muerte de éste, verdadera “causa meritoria”
de nuestra justificación, en frase del concilio de Trento. Nada diremos acerca
de los dos primeros elementos, pues de ello hablamos ya antes, al comenzar a
comentar este pasaje. Nos fijaremos sólo en el tercero, del que hasta ahora apenas
hemos hablado y que constituye en realidad la tesis central de toda la doctrina
cristiana soteriológica o de salvación.
Dos
expresiones usa San Pablo al respecto: la de que Dios nos justifica “en virtud
de la redención (δια της
άπολυτρώσεως)
operada por Cristo Jesús,” y la de que “lo preordinó instrumento de
propiciación en su sangre” (6v προέετο
ίλαστήριον
εν
τω
αυτού
αϊ
μάτι).
Evidentemente, aunque en los términos
empleados por el Apóstol
no todo sea claro, es cierto que con una y otra de las expresiones está
aludiendo a la pasión y muerte de Cristo, de la que hace depender, en última
instancia, la existencia misma de nuestra “justificación.” Esto es lo básico y
lo realmente trascendental. Las discusiones vienen luego, al tratar de
concretar la significación de los términos “redención” e “instrumento de
propiciación.” Dada la importancia de la materia, convendrá que nos detengamos
en algunas explicaciones.
La
palabra “redención” (απολύτρωση), que San
Pablo emplea nueve veces (cf. 3:24; 8:23; 1Co 1:30; Efe 1:7-14; Efe 4:30; Col 1:14;
Heb 11:35; Heb 9:15), ha venido a ser como el término técnico para expresar la
obra de la salud humana realizada por Jesucristo. Su significación primaria, en
conformidad con la etimología, es la de liberación a base de pagar el
conveniente precio o rescate. Así eran rescatados en general los esclavos y los
cautivos; y en este sentido es empleada en la literatura profana 94. ¿Será ése
también el sentido en que la emplea San Pablo? ¿No será más bien en sentido
general de liberación, sin que lleve incluida la idea de rescate? De hecho, en
el Antiguo Testamento con frecuencia se habla de que Dios “ha redimido” a su
pueblo de las cautividades egipcia y babilónica (Exo 6:6; Exo 15:13.16; Deu 7:8;
Isa 43:14; Isa 44:6; Isa 47:4; Sal 74:2; Sal 77:16; Sal 107:2) e incluso se
alude a otra “redención” más profunda y universal que realizará en la época
mesiánica (cf. Isa 54:5-6o,16; Isa 62:11-12; Jer 31:11; Jer 33:7-9; Sal 49:8-16;
Sal 130:8), siendo evidente que en estos casos el concepto de “redención” no
lleva incluida la idea de rescate o pago de determinado precio. ¿Será también
ése el sentido que San Pablo da a la palabra “redención” al aplicarla a Cristo?
Así lo creen hoy bastantes exegetas, a cuya cabeza podemos colocar los PP. Lyonnet
y Sabourin, que prácticamente excluyen del concepto de “redención” la idea de
justicia de Dios que exige el castigo del pecado, centrando toda su atención en
la idea de liberación o retorno a Dios de la humanidad, tal como tuvo lugar en
la resurrección de Cristo, retorno que personal e individualmente se aplicará
luego a cada uno de nosotros a través de la fe y los sacramentos 95. Creemos,
como muy bien dice el P. Benoit, que tal manera de explicar la “redención”
empobrece la soteriología paulina, reduciéndola a un gesto de amor
misericordioso, que deja insatisfechas las exigencias de justicia de la antigua
economía y de toda psicología humana 96.
No
es así como Pablo parece mirar la “redención,” es decir, cual si fuese algo que
tiende simplemente a remediar un mal, pensando en el ser humano sino que la
mira como algo que tiende también a reparar un desorden, pensando en Dios. Es
lo que claramente deja en: tender, cuando habla del “quirógrafo” que nos era
contrario y que Cristo canceló clavándolo en la cruz (cf. Col 2:14). Los textos
de 2Co 5:21 y Gal 3:13, que no hacen sino repetir lo ya dicho proféticamente
por Isa 53:5-6, son sumamente expresivos a este respecto. Por lo que hace
concretamente al término “redención,” creemos que en el pensamiento de Pablo,
al usar ese término, no anda ausente la idea de rescate. En efecto, no se
contenta con afirmar el hecho de la redención o liberación del hombre por
Jesucristo, sacándonos de la esclavitud con que nos oprimían el pecado y la
muerte y aun la misma Ley de Moisés y también Satanás (cf. 8:2; Gal 3:13; Efe 2:1-7;
Gol 1:13-14; Heb 2:14-15), sino que expresamente habla del “precio” de la
redención (cf. 1Co 6:20; 1Co 7:23), especificando que ese precio es Cristo
mismo (1Ti 2:6; Tit 2:14), y más concretamente, su sangre (cf. Efe 1:7; Efe 2:13;
Col 1:20; Heb 9:12). No un “precio” pagado al diablo, como imaginaron algunos
Padres (Orígenes, Ambrosio), sino pagado al Padre, conforme canta la liturgia
pascual en el “Exsultet,” calcado en expresiones de Pablo: “Porque El ha pagado
por nosotros al eterno Padre la deuda de Adán, y derramando su sangre, canceló
el recibo del antiguo pecado.” Por lo demás, en los escritos neotestamentarios
es Dios quien aparece llevando a la muerte a Jesús (cf. Rom 8:32; Jua 3:16),
mientras que Satán más bien se opone (cf. Mar 8:33; Mat 16:23). Aquí mismo, en
este pasaje de Pablo, después de hablar de “redención en Cristo” (v.24), se
habla de que fue Dios quien le preordinó “instrumento de propiciación en su
sangre” (v.25), lo que está dando a entender que esa sangre de Cristo, precio
de nuestro rescate, ha sido ofrecido no a las potencias del mal, sino a Dios.
En
cuanto a esta nueva imagen, no todo es claro tampoco. La palabra que hemos
traducido por “instrumento de propiciación” (ίλαστήριον)
se presta a varias interpretaciones. En el Nuevo Testamento sólo aparece en
este lugar y en Heb_9:5. Por el contrario, en la versión de los Setenta aparece
frecuentísimamente y corresponde al hebreo kapporeth, conque se designaba la
lámina de oro que servía de cobertura al Arca de la Alianza y que era a la vez
el lugar donde se manifestaba la presencia de Dios y donde, cada año, en el
solemne día del Kippur o de la Expiación (cf. Hec 27:9), entraba el sumo
sacerdote para rociarla con sangre en expiación de los pecados de Israel (cf.
Exo 25:17-22; Lev 16:1-19). También aparece alguna vez en la literatura
profana, particularmente en inscripciones, bien como sustantivo (monumento
erigido para aplacar a alguna divinidad), bien como adjetivo unido a 3άνατος,
3υσία,
etc. (muerte expiatoria, sacrificio expiatorio..) 97. Etimológicamente deriva del
verbo ίλάσκομαι
(aplacar, hacer propicio), sentido fundamental que se ve claro no pierde en
ninguno de los casos. Lo difícil
es precisar el matiz de significado con que la emplea San Pablo.
Algunos
autores, apoyándose en que términos de forma similar, como ευχάριστη
piov, σωτήριον,
etc., se emplean para significar sacrificios de acción de gracias o de
impetración
de salud, creen que en este lugar de San Pablo debemos dar a ίλαστήριον
el sentido directo de sacrificio de propiciación (o de expiación), máxime que el mismo Apóstol añade: “en su sangre.” Otros prefieren
traducir monumento expiatorio, insistiendo en que tal suele ser el sentido de ίλαστήριον
en la literatura profana, cuando aparece como sustantivo. Juzgamos que debe
preferirse el sentido más general de medio o instrumento de propiciación, tal
como hemos traducido en el texto, con alusión al kapporeth o propiciatorio del
Arca de la Alianza. Eso aconseja el pasaje de Heb 9:5-14, donde el término ιλαστήριον
alude ciertamente al kapporeth del Arca (v.5), y donde se establece explícita relación entre ese kapporeth
antiguo, rociado con sangre una vez al año en el día solemne de la Expiación (v.7), y la muerte
de Cristo, rociado en su propia sangre, ofreciéndose al Padre (v. 11-14). Lo
que era para los judíos el kapporeth del Arca, en orden a aplacar a Dios y
hacerle propicio, es para nosotros Jesucristo, cubierto con su propia sangre en
la cruz. Es Dios mismo quien “ha preordinado” en sus eternos decretos (tal
parece ser el sentido de προέ^ετο:
cf. 8:28; Efe 1:9; Efe 3:11; 2 Tim 1:9) este nuevo medio o instrumento de
propiciación,
mucho más eficaz que todos los
antiguos (v.25).
El
inciso “mediante la fe” (v.25) no parece significar otra cosa sino que la fe es
el medio como Jesús libra al hombre del pecado, y que sin la fe Jesús no
producirá en el hombre el efecto del “propiciatorio.” Precisando más, diremos
que, junto a la idea de propiciación (asegurarse el favor de la divinidad),
está la idea de expiación (reparar faltas pasadas), conceptos muy afines, que
parecen estar ambos incluidos en el término ίλαστήριον,
dado que a Dios no le hacemos propicio sino expiando nuestros pecados. Ese
doble efecto se atributa a los sacrificios de la antigua Ley, y ese doble
efecto produce también la muerte redentora de Cristo. Añadamos que, de suyo, el
término ίλαστήριον
no contiene directamente la idea de sacrificio, pero sí en este pasaje de San
Pablo, al decir no sólo
que Cristo es instrumento de propiciación, sino “instrumento de propiciación en
su sangre.” Por lo demás, el carácter “sacrificial” de la muerte de Cristo
aparece claro en otros muchos lugares de las cartas paulinas (cf. 1Co 5:7; Efe 5:2;
Col 1:20; 1Co 11:25) Y sobre todo, en la carta a los Hebreos (cf. Heb 2:17-18;
Heb 7:26-27; Heb 9:11-14; Heb 10:4-14; Heb 13:11-12). La idea es anterior a
Pablo, pues queda implicada en las palabras mismas de la Cena, tan
cuidadosamente recogidas en la tradición sinóptica (cf. Mar 14:24; Mat 26:28;
Luc 22:20).